Cuando vi
saltar las olas sobre la balaustrada del malecón bañando el asfalto pensé: El Pacífico como que no lo es tanto.
Tiene su carácter pues. La lluvia y su velo gris cubriendo el mar me regalaban
un paisaje extraño. A los que nacimos en el Caribe no nos cuadra eso de lluvia
y mar; mucho menos mar y frío. En nuestra latitud tropical el mar siempre viene
en combo: cielo azul, caloooor y cerveza helada. Las únicas nubes son las que
forman los mosquitos.
Pero estoy en
Viña del mar. Una ciudad cuyo nombre anuncia dos caras aunque en realidad tiene
varias. Además, forma parte de este territorio austral de cuatro estaciones
como Dios manda, así que el invierno llega, no importa si el mar está de por medio. ¡Y cómo llegó es e fin de semana!
Varias horas de lluvia sostenida fueron suficientes para inundar calles y
olvidar durante ese período lo que el mar suele traer consigo: navegación y
disfrute.
Además del
paisaje marino Viña tiene su estero, ese curso de agua que va hacia el mar y
que bordaron con aires parisinos en contraste con dos largas filas de palmeras.
Cuando no llueve se ven desde allí espléndidos atardeceres duplicados sobre
aguas tranquilas.
Viña es un
prisma cristalino pendiendo de las lámparas de uno de sus casinos y cuyas caras
se iluminan indistintamente.
La primera que
me viene a la mente es la del Festival. La reconocida cita anual donde desfilan
los artistas y cantantes más populares urbi
et orbi. Un escenario tan deseado como temido porque –dicen los entendidos–
que el público del Festival de Viña del mar es tan generoso como inclemente. Un
monstruo de mil cabezas que echa a volar gaviotas plateadas, regala orquídeas,
pondera con aplausos pero también puede hundir en el olvido a quien no da la
talla. Y esa cita, con sus bemoles anuales, se mantiene desde 1960 contra
viento y marea. Es bueno recordar que este año no fue suspendida debido a los
incendios forestales, porque la cifra de 150 millones de espectadores pudo más
que las voces que se alzaron para pedirlo.
Luego está su
lado turístico. El del verano de chicas doradas y niños felices. El de las
vacaciones al sur del sur. Un imán que atrae no sólo a chilenos de otras
regiones sino a viajeros del mundo entero con sus terrazas al aire libre y sus
pisco sauer a toda hora.
Y están sus
quintas. Aquellas construcciones palaciegas –unas con aires venecianos, otras
franceses– todas cargadas de historias recientes aunque su arquitectura hable
de tiempos remotos.
Como este fin
de semana la mar no estaba para paseos al malecón ni visitas al estero de Marga
Marga nos fuimos al Palacio Rioja, cuyo nombre de caldo español albergó durante unos años, a la familia del
empresario Fernando Rioja Mendel. Llegamos como cualquier mortal en visita
museística y nos encontramos, con que el mismísimo nieto de Don Fernando, haría
la visita guiada. Más vale llegar a tiempo que ser convidados, dijimos, así
que, prestos, nos paramos frente al regio portón de la entrada principal y
vimos como un sencillo y cálido Don Jaime Rioja
nos contaba, paso a paso y –sobre una alfombra dispuesta para cubrir el
parquet de 1920– sus recuerdos infantiles de lo que a principios del siglo XX
fue la casa de sus abuelos.
Una visita deliciosa en realidad, cargada de anécdotas y en un escenario restaurado con esmero bajo la dirección de la alcaldía, para regalarle a los viñamarinos un poco del esplendor de aquellos años. La obra del arquitecto francés Alfredo Azancot no escatimó en darle a este edificio de principios del siglo XX, todo el boato de la segunda mitad del siglo XVIII. “Su decoración interior, es prolífica en elegantes muebles, cortinajes, vidrios biselados, puertas talladas, cielos, lámparas y textiles murales que llegaron desde España y Francia en barco a Valparaíso y desde allí, en carretas a su actual emplazamiento. La moda y estilo Imperio y Rococó de la época predomina en sus salones, recibos y gran comedor”. (1)
Le debía una crónica a Viña del mar, porque cuando fui por primera vez, hace dos años y medio, lo hice a la carrera y sin fijarme en sus bellezas. No era Viña en esa ocasión mi destino, sino Valparaíso y, para qué negarlo, Valpo me enamoró con su colorido trepando cerros y su mar calmo. Entonces Viña y mi paso rápido me dejaron sabor a poco. Ya era hora de poner a rodar la ruleta y apostar no a uno sino a todos sus números.
Una visita deliciosa en realidad, cargada de anécdotas y en un escenario restaurado con esmero bajo la dirección de la alcaldía, para regalarle a los viñamarinos un poco del esplendor de aquellos años. La obra del arquitecto francés Alfredo Azancot no escatimó en darle a este edificio de principios del siglo XX, todo el boato de la segunda mitad del siglo XVIII. “Su decoración interior, es prolífica en elegantes muebles, cortinajes, vidrios biselados, puertas talladas, cielos, lámparas y textiles murales que llegaron desde España y Francia en barco a Valparaíso y desde allí, en carretas a su actual emplazamiento. La moda y estilo Imperio y Rococó de la época predomina en sus salones, recibos y gran comedor”. (1)
Le debía una crónica a Viña del mar, porque cuando fui por primera vez, hace dos años y medio, lo hice a la carrera y sin fijarme en sus bellezas. No era Viña en esa ocasión mi destino, sino Valparaíso y, para qué negarlo, Valpo me enamoró con su colorido trepando cerros y su mar calmo. Entonces Viña y mi paso rápido me dejaron sabor a poco. Ya era hora de poner a rodar la ruleta y apostar no a uno sino a todos sus números.
(1): http://www.patrimoniovina.cl/articulo/monumentos-historicos/8/16/palacio-rioja.html