Mitchele Vidal | @imagenesurbanas

lunes, 18 de septiembre de 2017

18 de septiembre


Hoy, 18 de septiembre, fecha máxima de las celebraciones patrias en Chile, cuando Santiago se ha quedado sola -excepto sus hermosos parques que están llenos de ciudadanos celebrando la chilenidad- cuando la bandera tricolor -blanco, azul y rojo- viste edificios, muros y ventanas, hago un alto en estos días de descanso para agradecer los 8 meses de paz que aquí llevo. Para dar las gracias por esa paz, por ese solaz que, a pesar de los "tacos" [tráfico], me brinda Santiago.

Nadie dijo que fuera fácil emigrar. Y si alguien lo dijo no habla desde el corazón, o carece de él. Quien emigra no sabe si regresará a su lugar de origen y deja atrás sabores, sentires y dolores también. No es mucho lo que cabe en dos maletas pero el alma es un contenedor sin fondo. Pero no hablaré aquí de mis nostalgias, que son muchas; sino de mis alegrías que también son bastantes. 

Los que venimos desde Venezuela, arrancando de la inseguridad, de las carencias de todo tipo, de la delincuencia y del gobierno -que es lo mismo-, valoramos lo que a los demás ciudadanos les parece simple: caminar tranquilo hasta de madrugada, encontrar lo que buscas a la vuelta de la esquina, saber que hay normas y que se cumplen y -sobre todo- que el gobierno tiene fecha de vencimiento...

Y los venezolanos que estamos hoy en Chile [algunas cifras hablan de 83.000] nos sentimos bienvenidos. Aunque, al principio hayamos rogado que nos hablaran más despacio, para entender. Aunque nos pregunten si somos colombianos, por el acento pero ya nos van identificando.

Después de varios meses aquí ya tengo el diccionario chileno/venezolano bastante asimilado y me gusta, me encanta constatar cómo nuestro idioma, tan universal y tan local, da para tanto. Ya encuentro una dirección con facilidad -y los que me conocen saben de mi  falta de orientación-. Ni hablar de mi felicidad cuando alguien medio perdido me pregunta por un lugar y puedo indicarle cómo llegar. Ya tengo horarios familiares, rutinas asumidas y sonidos conocidos. 

Así que ¡Vamos Chile, que sí se puede!

domingo, 17 de septiembre de 2017

MEMORIA GUSTATIVA

Sí, este es un blog dedicado a ciudad, arquitectura y arte; no a gastronomía. Sin embargo, la comida forma parte de la cultura. Por eso me doy el espacio para contarles una experiencia personal en torno a la comida. Es también una forma de recordar a mi amada hermana, quien se me adelantó en la despedida. También, de darle el lugar que se merecen los sabores de la infancia en la memoria de quien migra

Pasen y prueben, que la vida mientras más sabores tiene es más vida.


Cada vez que nos daban avena en el desayuno sus lágrimas corrían directo de los ojos al plato. Era el punto de sal que le faltaba. Bueno, hablando en serio, no sé por qué Licha odiaba tanto la avena. Tampoco por qué me lo pregunto. Los gustos y disgustos por la comida son tan variados como las personas. ¡A mí en cambio me encantaba la avena! Esa textura sedosa que le contagia a la leche y el toque amargo de la cáscara de limón. Además me fascina el olor; la avena caliente es uno de mis olores favoritos de la infancia.

Yo lo que odiaba eran las lentejas, pero tenía otra táctica. No lloraba cuando me las servían; agregarle la sal de mis lágrimas empeoraría ese sabor a nada que tienen. Tan feítas, ásperas y desabridas ellas. Lo que yo hacía era picar en pedacitos mi ración de plátano frito. Así, cada cucharada de lentejas, llevaba además del arroz blanco –tan fome como las lentejas– un trocito del delicioso plátano para darle a mi paladar un poco de lo que tanto le gusta: el dulce.

Pero no todo eran lentejas y arroz blanco. En mi casa también se comían cosas muy ricas; especialmente varios platos al horno: coliflor, atún, arroz y hasta chayotas al gratén. Mi mamá tenía debilidad por la salsa bechamel bañada con queso parmesano, así que cuando había cualquiera de esos manjares ni mi hermana lloraba ni yo necesitaba plátano para disfrazarlos.

En mi casa, los sabores tenían ese mestizaje tan venezolano: las recetas criollas de mi abuela y el parmesano que llegó con los italianos a perfumarlo todo, o casi todo. Después, cuando mi mamá se casó con Juan, llegó también la cocina peruana. Entonces en la nevera se avecinaban el jugo de mango y la chicha morada. La carne mechada y el ceviche. Puras delicias.

Hoy recordando estos manjares le hago un pequeño homenaje a mi mamá, tan buena cocinera como mi abuela, mi hermana y mis primas. En mi familia a la única que se le quema el agua tibia es a mí. Ni quise, ni quiero aprender a cocinar. Respecto a la cocina tengo una especie de rebeldía. Cuando Alejandra estaba chiquita yo trabajaba, la llevaba al colegio, al parque, al cine, al teatro, al médico, a casa de los amigos y a cuanta actividad extra curricular tuviera. Hice transporte escolar y transporte rumbero, así que cocinar me parecía como mucho pues. Menos mal que Ale es súper buen diente. Desde chiquita come de todo y se adaptó a esa comedera donde nos agarrara el hambre o la noche sin chistar y hoy sigue siendo una de las cosas que más disfrutamos juntas: comer fuera. Viajar, probar otros sabores y otros lugares. Con Ale nunca hubo lágrimas en la mesa, le gusta tanto la avena como las lentejas.

Y quiero cerrar esta nota de los sabores de mi infancia recordando una cosa que Sumito Estévez –el más mediático de los cocineros venezolanos– sostiene. “Si hay algo que le ha hecho daño a la memoria gustativa es la “cajita feliz”. Una cultura que se respete nunca sustituirá la comida de sus niños por algo distinto a lo que comen sus padres.

Una madre india (y la de Sumito lo es), le dará curry; una italiana pasta y sus salsas ancestrales; por citar solo dos ejemplos donde la comida es un baluarte. Del mismo modo una madre caraqueña o santiaguina, por ejemplo, alimentará a su niño con pequeñas raciones, sí. Menos condimentada, también, pero no sustituirá una arepita, una sopaipilla por unas papas fritas o un pollo casi plástico. Hacerlo es negarle sus sabores de la infancia. Es quitarle, al que luego será un adulto,  parte importante de su memoria gustativa. Es decir, de su cultura.  

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